Martes 3 de mayo de 2011.
La gente de izquierda se ha referido a una supuesta similitud de la conducta norteamericana de dar muerte a Osama Bin Laden y lanzar su cuerpo al mar, con alguna presunta acción del Gobierno Militar chileno de eliminar a terroristas y subversivos y hacer lo mismo con sus cuerpos.
No hay tal similitud. La verdad histórica a ese respecto ha sido alterada al gusto de la izquierda. Pero esa verdad tampoco es halagüeña para el Gobierno Militar, aunque difiera de la que han fabricado sus adversarios.
En mi libro "Terapia para Cerebros Lavados" he reproducido las resoluciones de la Junta de Gobierno que ordenaban a todos los efectivos uniformados evitar abusos contra las personas. No obstante, el mismo 11 de septiembre de 1973 se había dictado bandos que castigaban con la ejecución en el lugar de los hechos de personas sorprendidas portando armas o atacando a los uniformados. Como eso diera lugar a excesos y abusos, se dictaron posteriormente las resoluciones antes referidas, ordenando respetar los derechos de los detenidos y de la población en general.
De los dos mil y tantos muertos de que dio cuenta el Informe Rettig (que una posterior comisión "de reparación y reconciliación" hizo subir a 3.197), más de la mitad se produjeron entre el 11 de septiembre y el 31 de diciembre de 1973. En esos primeros meses hubo ejecuciones clandestinas y sin orden superior. Casos típicos fueron los producidos en la gira de la comitiva del general Arellano, en Antofagasta y Calama, durante la cual y sin conocimiento de éste, como probé documentadamente en mi libro "La Verdad del Juicio a Pinochet", se dio muerte ilegalmente a decenas de detenidos. Justamente el primer juicio a Pinochet en Chile se basó en el actuar de miembros de la citada comitiva, que procedieron por su cuenta y sin orden superior.
Tras esos casos, indeseados por la Junta y cuyo detalle ésta desconocía, se procedió a enterrar los restos de los fusilados ilegalmente, y los comandantes locales o superiores jerárquicos de quienes los cometieron no hicieron uso de sus atribuciones para castigarlos. Optaron por ordenar que los muertos fueran enterrados y atribuirlos a alzamientos o fugas inexistentes. Hechos como ésos tuvieron lugar en diferentes puntos del país, pero fueron excepcionales y nunca llegaron a conocimiento detallado de los miembros de la Junta.
En 1978 aparecieron sorpresivamente los restos de personas ejecutadas y cuyos cuerpos fueron enterrados en una mina y unos hornos abandonados en Lonquén. El hallazgo produjo conmoción nacional e internacional. Nadie sabía de esas muertes. Se abrió un proceso y se comprobó que los autores habían sido carabineros de baja graduación de un cuartel local, de cuya actuación no tenían conocimiento ni siquiera los oficiales del mismo cuartel policial. Hubo otro hallazgo de restos en la Cuesta de Barriga, sin que nadie tuviera información, salvo los que habían ejecutado a los allí enterrados.
Entonces la Junta, junto con tomar conocimiento de estas situaciones, al parecer temió que continuaran revelándose otras similares, que harían desmerecer interna e internacionalmente su imagen, y decidió llevar a cabo una investigación interna y confidencial entre todos los efectivos de las ramas armadas para que, con la garantía de impunidad que brindaba la Ley de Amnistía de 1978, revelaran cualquier caso que conocieran de ejecuciones y subsiguientes inhumaciones ilegales.
Yo he conversado con un oficial que recibió ese encargo para las localidades donde se había desempeñado en 1973, que hizo las averiguaciones correspondientes y, en virtud de ellas, encontró lugares de entierro de restos de ejecutados ilegalmente. Estos, en algunos casos, figuraban incluso en sentencias de tribunales militares de tiempo de guerra, pero los cuerpos no habían sido entregados a sus familiares.
Ahí las autoridades del Gobierno Militar tenían dos opciones: una, dar a conocer públicamente todas estas situaciones, entregar los restos a familiares, si es que la identificación de ellos era factible, y precisar públicamente todo lo sucedido, declarándolo amparado por la amnistía; o, dos, hacer desaparecer esos restos, a sabiendas de que, si bien las muertes no habían sido ordenadas por las autoridades superiores del Gobierno Militar, tal ocultamiento no sólo envolvía un acto ilegal, sino que, si llegaba a darse a conocer, resultaría lapidario para la imagen del Gobierno Militar.
Lamentablemente, éste optó por la segunda alternativa, y es una responsabilidad suya que no se puede desconocer. Así, metódicamente, se fueron desenterrando restos de ejecutados ilegalmente, y fueron lanzados al mar.
Lo único que puede decirse en defensa de la Junta es que ella no había ordenado ni deseado esas muertes. Ni siquiera las había encubierto en primera instancia, pues estaba entre las atribuciones de los comandantes de las guarniciones (y no de la Junta) haberlas evitado o, si se habían producido contra sus órdenes o sin su conocimiento, haberlas investigado y, en su caso, castigado.
Lo que quiero decir es que no hubo una política de ejecutar personas y lanzarlas al mar. Nunca hubo una orden como la que dio el presidente Obama respecto de Bin Laden y la disposición de sus restos.
Lo que hubo en Chile fue propiamente una revolución donde varias decenas de miles de uniformados se enfrentaron a dos decenas de miles de irregulares armados, y durante un breve período hubo casos en que "las instituciones no funcionaron" como lo indicaban sus propias normas y reglamentos.
Pero nunca existió una orden de ejecutar ilegalmente personas ni de, acto seguido, lanzar sus cuerpos al mar.
Publicado por Hermógenes Pérez de Arce
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